Thursday, March 8, 2007

THE BEST KEPT SECRET.


DE DIAMANTES, DESIERTOS Y TIEMPO ó PETRA: EL SECRETO MEJOR GUARDADO.

Después de tanto tiempo, sigues mirándome altiva, grandiosa, en silencio, como si el viento abrasador desolase todo a su paso con su lengua de fuego y, a ti…tan solo te ornase con un beso en la frente, esa tallada en todos los rosas posibles, que yace impertérrita a través del tiempo, majestuosa. Tu reino pétreo fue creado para guardar el silencio de los tiempos, el aroma de los dátiles, el sonido de mil lenguas. Tú, eterna. Mi querida Petra. 

Cuando era pequeña, mi abuelo solía mostrarme libros antiguos con imágenes de países lejanos llenos de historias increíbles, desiertos dorados, palacios majestuosos, ricas telas, especias y piedras preciosas. Aquellos días de relatos fantásticos, bazares repletos de frutas, aromas embriagantes y ricos manjares dignos de un sultán, dejaron en mí una huella grabada en lo más hondo, que despertó de inmediato una curiosidad voraz y una imaginación que me transportaba a los cuentos de “Las mil y una noches” donde quiera que me encontrase.

Ese afán de saber más de aquel lejano Oriente sumado a mis orígenes palestinos fue lo que me llevó directamente a las puertas de uno de los tesoros mejor guardados de la historia de la Humanidad: La legendaria Petra. (En griego “Piedra”) 

Éste tesoro de la naturaleza se encuentra engastado como un diamante en el corazón de la cuenca del Wadi Arabah, sumido a su vez en la gran depresión conocida como Valle del Rift, frontera natural que corre desde el Golfo de Aqaba hasta el Mar Muerto, a 392 metros bajo el nivel del Mar Mediterráneo, y se prolonga por el río Jordán. Allí, al abrigo de las altas y serpenteantes montañas rocosas florecieron civilizaciones tales como los antiguos reinos de Edom y Moab, cuyos nombres han sido citados en la Biblia en varias ocasiones.  

El primer paso que di al llegar a este maravilloso lugar hizo que mis sentidos me transportaran irremediablemente al pasado, cuando hacia el año 312 a.C la tribu nómada de los nabateos (el término 'nabateo' proviene de Nabathu, que significa “de Arabia del Sur”), cuya lengua era el arameo, poblaba éstas tierras rodeadas de desiertos de dunas ardientes y silencio insolente. Raqum (“Reqem” en semítico), como llamaban los nabateos a Petra, era por aquellos tiempos un vergel en medio del desierto que cobró gran importancia como enclave estratégico en el que confluían varias rutas caravaneras. De las Indias traían jengibre, pimientas, azúcar, algodón y perfumes. De China se importaban sedas y especias. A la hora de exportar, China estaba interesada en adquirir productos como alheña, incienso, vidrio, oro y plata. Y telas como gasas y damascos cuya técnica de tejido era desconocida en China por lo que eran muy apreciados. Los principales lugares comerciales de donde provenían estos materiales eran Damasco (como su propio nombre indica) y Gaza, el cual había desarrollado un importante emporio costero donde confluían varias rutas como la proveniente del Neyev rumbo a Rhinocolura (El Arish, Egipto). En otro de esos itinerarios se exportaban mirra, incienso y especias de todo tipo desde el valle de Hadramaut, al sur de la Península Arábiga, hacia las costas del Mediterráneo.

La importancia de Petra como punto indispensable y estratégico en las rutas caravaneras, se debía a que poseía el oro más preciado de todo Oriente: Agua. De ahí proviene el nombre del lugar: Wadi Musa (Río de Moisés). Según las Sagradas Escrituras, el patriarca Moisés hizo brotar agua milagrosamente en el desierto al golpear con su vara una peña (Éxodo, 17:1-7).

Petra contaba con numerosas reservas del líquido elemento, incluso para situaciones de serias dificultades pues se abastecían por medio de una entramada red de cisternas que mantenían el seco territorio a salvo de la sequía. Por lo cual, la parada de las caravanas para proveerse de agua y cierto reposo durante las interminables y abrasadoras travesías por el desierto era simplemente necesaria.

Así, Petra se enriqueció tanto que pasó a convertirse en un reino donde las dinastías de reyes nabateos florecieron ampliamente para más tarde expandirse como imperio bajo el mandato del rey Aretas IV (9 a C - 40 d C) Es en éste período cuando la más bella de las joyas fue tallada literalmente en piedra arenisca de un sinfín de tonos rosados como si surgiera de las entrañas de aquel oasis natural perdido en medio del inhóspito desierto.

Me hallaba así frente a uno de los secretos mejor guardados de la historia de la Humanidad. La primera parte del camino, quizá la más dura por encontrarme a la intemperie, bajo un sol abrasador que no perdona ni al más osado, decidí hacerla a lomos de un caballo blanco, con el pelaje tachonado de pequeñas y graciosas manchitas grises que le daban un aire salvaje y a su vez lo confundían con el paisaje haciéndolo invisible a una distancia considerable. Me dirigí lentamente hacia un pausado balanceo en el que, entre el silencio indescriptible, y el calor abrasador me sentí por un momento como la heroica Lady Hester Stanhope entrando triunfal con su enorme séquito, el cual encabezaba, bajo los altos arcos dorados de Palmira, arropada por el ensordecedor clamor del gentío que la adoraba ornándola con guirnaldas de flores y agasajándola con danzas ancestrales como si de la misma Zenobia se tratase.

A finales de la década de los 80 Petra llegó a Hollywood de la mano de Harrison Ford y Steven Spielberg con “Indiana Jones y la Última Cruzada”(1989) en donde el protagonista se adentraba en busca del Cáliz Sagrado en lo más profundo de ésta roca que a mis pies, parecía tener vida y respirar. Mis pasos hacia aquí, no se han dibujado en la piedra, a fuego en busca de tesoros ocultos ni piedras preciosas. Han sido las arenas doradas del Sáhara las que desde la lejanía silente tiraron de mi hasta el comienzo de éste angosto desfiladero multicolor que se yergue ante mí como si, a su vez, quisiera rasgar el cielo con sus montañosas cumbres afiladas y clavar en la tierra sus raíces secas y antiguas que tanto podrían decirnos y callan como quien guarda el mejor secreto que haya existido jamás.

Aquel pasillo angosto y aparentemente inescrutable, posee el nombre de desfiladero del Siq y es, desde la antigüedad, la única entrada y la única salida a la ciudad pétrea, lo que significaba que éste maravilloso oasis que cautiva por su belleza, no era sino un verdadero fortín flanqueado por montañas inexpugnables que protegían con sus altas murallas no sólo del viento y las arenas ardientes del desierto sino de otras tribus que quisieran cometer alguna emboscada, acto bastante habitual alimentado por las rivalidades entre tribus beduinas y por la dura vida del desierto y la falta de agua y víveres.

Durante un segundo dudé del modo en el que atravesar aquella garganta que parecía devorar a todo aquel que osaba adentrarse en ella. El kilómetro aproximado de longitud que posee éste sendero invitaba al paseo reposado, a pie, a fin de explorar cada centímetro de piedra rosada que me rodeaba y sentir en mi piel y en mi mente cada paso de cada beduino, el eco de los cascos de los caballos tirando de los carruajes, el olor de las higueras que crecen en la roca, la llegada al vergel después de largas horas de travesía agotadoras. A cada paso, descubría un detalle. Hornacinas dedicadas al dios Dushara, un desfile procesional de hombres y animales (casi borrado por el tiempo y la barbarie), un altar de sacrificios.

Tras caminar, observar, sentir, recordar historias, tratar de entender cómo, cuando y quién anduvo por éstas mismas piedras que pisaba lentamente, simplemente el tiempo se detuvo, tan sólo un instante, suficientemente largo como para contener la respiración y tratar de enfocar la mirada a través de la cegadora luz del sol que me dejaba entrever algo que soñé desde los cuentos que mi abuelo me contaba… No buscaba tesoros, pero me encontré con el más bello que jamás había visto. Al menos el nombre de éste maravilloso templo funerario tallado en piedra arenisca de suaves tonos rosados así lo atestigua: “El Tesoro”. Las influencias egipcias, clasicistas y orientales de su arquitectura, se diluían en un maravilloso juego de vetas multicolores salpicadas al azar.

Y al fin, Petra. Tras acostumbrar mis ojos a la luz al principio cegadora del sol, alcé la mirada para hallar una urbe grandiosa, otrora bulliciosa y atestada de gente, carros, animales, cuyas calles vivas estaban rodeadas por una necrópolis monumental en la que sus habitantes rendían homenaje en cada construcción.
Hallé un teatro greco-romano, que contaba con un aforo para aproximadamente 7000 personas. Cerré los ojos e intenté encontrar un atisbo del bullicio enloquecido de la gente en el aire. O tal vez del momento en el que un terremoto causó estragos en su estructura haciendo que los habitantes de la ciudad tuvieran que reaprovecharlo para otros usos. El silencio del desierto que me trajo hasta aquí, se fue convirtiendo paulatinamente en un murmullo creciente e interno que me recorría el cuerpo y que reflejaba el entusiasmo por la maravillosa muestra de arte e historia que a cada paso me iba encontrando en mi camino.

El Palacio Real, los baños nabateos, iglesias bizantinas, el Templo de los leones alados, dedicado a la diosa de la fertilidad, Atargatis, compañera de Dushara y por supuesto, el bello Templo de la Hija del Faraón, que se trata de un edificio de dimensiones considerables, utilizado como lugar de culto al dios Dushara, y que se caracteriza por ser el único edificio de construcción nabatea no excavado en la roca.

Petra, mi querida Petra, mi amado escondrijo, lugar de altas montañas que proclaman su soberanía y hacen frente al viento del desierto. Lugar de paso, en el que detener un instante el camino, camino sediento y seco que huele a incienso y sabe a dátiles y leche de camella. Lugar en el que no hay tiempo, aquí, nunca lo ha habido. Sólo nosotros cambiamos, nuestra ropa, nuestras vidas, nuestros sueños, pero ella, está quieta, silente, posada en la roca como una pluma, cuajada de detalles, mínimos, grandiosos, heroica como un Partenón surgido del fondo de la tierra. Petra es la prueba viviente de que, de la roca, se puede sacar vida.